Ese jardim da
Europa a beira- mar plantado que es nuestra vecina Portugal, tan sabia que de
España no quiere nem bom vento nem bom casamento, conmemora más que celebra la
revolución de los claveles, que fue cuartelazo y no revolución, y en la que un
solo clavel en el cañón de un fusil le dio apellido.
Son sabios los
portugueses porque de los españoles les llegaron los infortunios de su historia
y, una única fortuna: las queridas españolas que alborotaban las castas camas
de sus notables.
¿Qué fue, de
verdad, aquella falsa revolución?
Un movimiento
organizado por los militares de carrera contra los oficiales de las milicias
universitarias a los que, para popularizar la interminable guerra colonial, el
gobierno de Marcelo Caetano privilegió en los ascensos.
Se añadió a eso
el recurso del monetarista primer ministro que, para controlar la inflación,
limitó la repatriación a la metrópoli del excedente de las pagas de combate de
los destinados a África.
Fue así como una
simple protesta profesional evolucionó a la pomposa gloria de revolución.
No fue un
acontecimiento singular porque parecido fue el que hasta entonces había sido el
más trascendental en la reciente historia portuguesa, el que en 1910 trajo la
república y acabó con la monarquía.
En Octubre de
1910, una manifestación popular contra el gobierno del Rey Manuel II llegó a la
Praça do Rossio, donde se topó con tropas dispuestas a dispersarla.
En la huída que
los manifestantes emprendieron, uno de ellos, un cojo armado con una escopeta
tropezó, se le disparó el arma y los represores militares salieron de naja.
Y, como la
historia de los pueblos la hacen sus habitantes, la singularidad de los
portugueses menudea de ejemplos que la certifican: el partido comunista, que en
el rfesto del mundo encuentra a sus adeptos entre los obreros industriales
sindicados, en Portugal gira en torno a los campesinos del Alemtejo que, según
las normas generales, deberían ser anarquistas, los más indisciplinados
enemigos de los comunistas.
Esa es la
Portugal a la que, tras haber vivido en ella once años, quiero, respeto y
envidio porque ha sabido negarse a dejarse comprar por el bienestar del consumo
desenfrenado, si para ello tenía que renunciar a su singularidad distintiva.
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