miércoles, 13 de mayo de 2015

CONTRA LA CORRUPCION, RESTAQBLECER LA CENSURA




Desde que a esa práctica habitual de aprovecharse del cargo le pusieron el nombre de corrupción, aquí no se habla más de acabar con ella, como si se tratara de prohibir el estornudo.
Los que mandan siempre se han aferrado a su cargo y solo lo han dejado porque otro más cruel, más astuto o menos escrupuloso se lo quitó para quedárselo.
Y, si eso es de aprovecharse en provecho propio es tan antiguo, ¿por qué a los modernos les da por hablar tanto de algo tan natural en el ser humano?
Por el desenfrenado y contraproducente abuso de la libertad de prensa.
Los periódicos, las radios y las televisiones denuncian la corrupción solo en el caso de los notables, de los que han alcanzado tal preeminencia social que castigarlos podría servir de escarmiento para los mindundis, para los que ni son ni se les conoce.
Y ahí está el error. Si la corrupción es propia de los triunfadores sociales, el magnetismo de triunfar socialmente siempre atraerá más que la repulsa contra los que, por un descuido, fueron sorprendidos.
Ese catálogo de corruptos famosos es lo contrario de la vida de los santos, que se recetaba leer para imitar sus virtudes.
Y gracias a los abusos de la libertad de prensa, todos conocen al dedillo no sólo los tejemanejes de los corruptos sino también, y eso es lo peor, los descuidos en que incurrieron y que permitieron ponerlos en la picota, que es revelar lo que pretendía mantenerse  en sigilo.
¿No empuja a reincidir al delincuente el convencimiento de que no cometerá a la segunda el fallo que lo llevó a la cárcel en la primera ocasión?
Pues el mismo efecto provoca el abuso de publicar detalles que llevaron a señalar como granuja al ciudadano ejemplar hasta entonces. No repetir su error es suficiente para que sus lucrativos tejemanejes queden impunes.
Por consiguiente, para recuperar la honestidad pública perdida, lo mejor es reestablecer la censura suprimida.

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