Pablo
Iglesias, es un hombre fiel a sí mismo como demuestra al presentarse en La Moncloa con la misma
camisa con la que acude a una merienda campestre, y advertir que no iba a oir lo que el presidente Rajoy
se propone para remediar el entuerto
catalán, sino a decirle al presidente
cómo debe hacerlo.
A la
arrogancia del visitante, el visitado debería hacer como que lo escucha
evitando oir lo que le diga y, con la mayor cortesía que pueda simular,
agradecerle sus consejos y prometerle que “tomará nota”.
Don Rajoy, si
en vez de ser presidente del gobierno hubiera sido un señor honesto y anónimo, habría podido contestar sin la
cortesía de su cargo a la descortesía del visitante: que en su despacho no
necesitaba jardineros ni mozos de cuerda.
Y, antes de
que el coletudo desenchaquetado se fuera,
debería haber lamado al mayordomo (un palacio sin mayordomo no es palacio) y
encargarle que le buscara empleo de albañil o recadero.
Y sobre todo
que no se le ocurra a Rajoy hacer caso a los consejos que Iglesias le haya
podido dar sobre cómo gestionar los asuntos españoles porque, si el todavía
presidente del Gobierno de España lo hace, más nos vale pedir plaza en alguno de los campamentos para muertos de
hambre que la ONU tiene en Africa.
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