Lo conocí en
Lisboa una mañana de invierno en la que el viento del inmediato Atlántico
zarandeaba los bajos de su gabardina y la lluvia racheada agitaba sus cabellos.
Había llegado encabezando
una comisión rogatoria para conocer las andanzas en la capital portuguesa de
Amedo y sus compinches del GAL que se habían
jugado en Estoril el dinero que sacaban de su tarjeta de crédito oficial.
Era el juez
Garzón, el desfazedor de entuertos que empezaba a labrarse su posterior fama de
azote de los pillos, justiciero de los justiciables.
El celo con
que acometía su cruzada contra las maldades de los malvados y su habilidad para
capitalizar ese éxito lo empinaron a la política.
Ese fue su error:
esperaba suceder a Felipe González como mero mero y Felipe se aprovecho de su fama pero no lo hizo
ni ministro.
Burlado en sus
pretensiones, uno de los más listos de la España de entonces, desde entonces
decayó y, paulatinamente, fue dando tumbos buscando la fama perdida y,
progresivamente, demostrando que era tan listo o tan tonto como cualquiera.
Ahora, al
enjuiciar las fracasadas negociaciones del líder de izquierda unida con el de
Podemos, Garzón achaca el desacuerdo a que a los de Podemos solo les interesaba
el beneficio electoral que su partido podría obtener del acuerdo.
¿Y qué esperaba
el juez implacable, el político impecable?
Porque si esperaba
que fuera el amor a la humanidad y a la patria el motor del tejemaneje de los
partidos políticos, el listo Garzón no lo es tanto, sino mas bien un poco tonto.
El tiempo, como
sucesor de aquél iconoclasta bizantino que fue Constantino Coprónimo, ha
derribado implacablemente a uno de nuestros ídolos: Baltasar Garzón.
Que se
dedique, pues, a matar venados con un rifle que le permita hacerlo a 500 metros de los cuernos
del bicho
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