Desde San Ignacio de Loyola hasta
ahora estábamos convencidos de que el hombre había venido al mundo para “alabar, hacer
reverencia y servir a Dios y, mediante eso, salvar su alma”.
Pues ya no. Por lo menos la
subespecie humana conocida por español tiene un objetivo vital prioritario:
votar.
Si votar tiene prioridad sobre
salvar el alma, más le vale al español saber cómo se vota, lo mismo que hasta
el siglo XVI sabía que rezar bajito no servía porque había que hacerlo a voces.
Hasta ahora, evidentemente,
estamos votando muy malamente porque cada dos por tres tenemos que hacerlo, lo
que demuestra que la vez anterior no sirvió para nada.
Ese reiterativo fracaso se puede
deber: a) a que votamos al que nos promete que va a hacerlo mejor que los otros y, b) porque las promesas son engañosas y nunca sabremos si el que promete
quiere decir lo que parece que dice o el que oye interpreta cabalmente lo que
le han dicho.
Hay, por tanto, que cambiar de
sistema para votar según lo que no puede ocultar el candidato: su apariencia.
Es menester, por lo tanto,
elegir al candidato cuya aspecto físico
más tilín nos haga.
¿Quién, por ejemplo, no hubiera
votado a Leyre Pajín si en vez de Zapatero hubiera sido la candidata
socialista?
¿Y Maritxell Batet, no es más convincente
que Pedro Sánchez?
Si
Inés Arrimada hubiera sido la candidata a la presidencia, ¿no habría
sido Ciudadanos el partido más votado y no el cuarto?
Y Rita Maestre, que demostró la
buena envoltura de su corazón cuando asaltó la capilla de la universidad, ¿no
hubiera ganado más votos que el desgalichado Pablo Iglesias?
El resultando de todos esos
considerandos está claro: no es malo votar, sino los argumentos con que el
candidato electoral reclama el voto.
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