En la balsámica
placidez de este mediodía de Febrero he visto con envidia a un perro plebeyo
que, después de encontrar una semisombra recatada, plegó las orejas sobre los
ojos y se quedó frito.
Naturalmente,
envidié al perro porque demostró una sabiduría superior a la de los que como
todos los de mi especie, no sabemos disfrutar del bienestar a nuestro alcance
porque nos tienta la felicidad del que ha encontrado una sombra más placentera
que la nuestra.
Y es que el
hombre es hombre porque aspira a tener lo mejor que otros tienen, en vez de
consolarse porque haya otros que tienen menos de lo que nosotros tenemos.
¿Es mejor ser
perro o ser hombre?
Ni mejor ni
peor, es diferente.
Porque el perro
mejora o empeora las condiciones originales de su especie gracias a las
consecuencias del cruce con animales de aspecto parecido, determinado por
urgencias instintivas de apremios sexuales.
Sin embargo el
ser humano, llamado comúnmente hombre, superó las danzas de la gavota o el minué
de hace tres siglos para dedicarse a la sensual bachata de hoy.
Aunque los tres sean ritos distintos, el fin es idéntico: las parejas del siglo XVIII se
apartaban del salón para “echarse un polvo” de rapé y las de ahora imitan, delante de todos, los ritos y movimientos de echarse un polvo de
verdad.
Conclusión: que
por mucho que la gente diga que el ayer y el hoy hace distintos a hombres o
perros, los perros y los hombres de hoy son, chispa más o menos, como los de
ayer.
Aquí lo único
que cambia, a veces, es la paridad entre monedas que establecen los mercados de
cambio.
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