Cuenta la
biblia algo así como que, cuando la humanidad se había vuelto a multiplicar
después de lo del Diluvio, se pusieron a levantar una torre tan alta donde
guarecerse sin miedo a que otro diluvio divino pudiera ahogarlos.
El mandamás de
los mandamases, que lo era porque sabía mas que todos los que sabían menos
juntos, sonrió de medio lado, le brillaron con picardía los ojos y dijo; se
vais a enterar”
Y lo que pasó
es que, en adelante, los torreros supervivientes del diluvio tuvieron que
montar academias de idiomas para que los unos supieran lo que decían los otros.
Entre las
academias, el comercio que aconseja que los negociantes se entiendan en el mismo idioma y la casi
universalización del inglés, el mundo de ahora prometía ser el mismo de antes
de la erección (perdón por la palabra) de la famosa torre de Babel.
Hasta que
llegaron las autonomías en España y sus líderes, para aislar a los pocos en los
que mandaban de los muchos en los que no lo hacían, decidieron que era
preferible seguir mandando a los pocos en los que no mandaban que ir
perdiéndolos a medida que se entendieran con los que hablaban otro idioma y que
no lo obedecían.
Así que, para
frenar la inevitable fusión de idiomas que avanzaba al mismo compás que cambiaban
de camisa sus partidarios, inventaron lo de las lenguas maternas.
“Más vale
pájaro en mano que ciento volando”, fue la conclusión a la que llegaron.
Y, para poner
en práctica esa idea, inventaron las autonomías que son, al fin y al cabo, la
jaula para que todos canarios que canten dentro de ellas, trinen el mismo
trino.
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