Estaba esta
mañana pensando una vez más—siempre lo hago en el mismo lugar reservado en el
que dicen que los judíos leen la Torah—sobre si la vida es un sueño para unos y
una pesadilla para otros.
¿Cómo puede
considerar la oropéndola lugar seguro para establecer su nido la más bamboleante y elevada rama de un
eucalipto?
¿Por qué las
abubillas son felices al encontrar su sustento desmenuzando la cagada de un
borrico?
¿Es la oropéndola
más o menos animal que el conejo, que cava profundas madrigueras para
resguardar de peligros a su camada?
Pues como los
bichos, chispa más o menos, son las criaturas humanas que se conocen por
ciudadanos cuando conciertan con otros de su ralea donde y cómo apandillarse.
¿Qué se cansan
de vivir solos los de su misma sangre? Se organizan en tribu y, si la tribu les
parece demasiado poco, se organizan en naciones para que el aumento de número
les permita pelearse con ventaja contra tribus y naciones ajenas.
A esa
ampliación se la conoce por sociedad ,que pasa de asociación de familias
a la colaboración concertada con otras familias y pueblos afines.
Así que los
pueblos que coinciden más en intereses y afectos que con los que el
conjunto de discrepancias es superior al de afinidades, se les llama naciones.
La plasmación
de afectos y afinidades es palpable, sobre todo, en los momentos de conflicto
extremo, en las guerras.
Por eso, cuando
ya hace demasiado tiempo de que una guerra no enseñe las uñas al conjunto de
pueblos que es la nación, el nexo de unión que es el peligro exterior se diluye
y propicia la regresión a la tribu y la familia.
Es lo que da
sentido al sinsentido que es el asunto de Cataluña.
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