De entre mis muchas
carencias, la que más envidio en quienes de ella disfrutan es la de la angustia
vital.
El síntoma más
llamativo de los que la disfrutan o padecen es la presencia o no de la apatía
como síntoma definitorio de su carácter.
No solo les da igual ocho que ochenta, sino que hay afectados a los que les tiene sin
cuidado que el Real Madrid gane otra copa de Europa o que los catalanes se
queden, o se vayan a tomar por donde amarga el pepino.
En tiempos
terremotos, antes de que el Estado cubriera todas las necesidades del ciudadano
a cambio de que el ciudadano se pusiera el collar que reconoce al Estado como
su amo, había quienes no padecían angustia vital.
Tenían que buscar
por su cuenta el modo de ganarse lo que echaban a la olla, con qué cubrir su
desnudez y cómo protegerse del agua de la lluvia y del fuego del sol.
Tan poco tiempo les
quedaba para sufrir angustia vital que ni siquiera le habían puesto nombre a
ese desorden, ahora tan extendido.
Había raros
períodos en la historia de algunas poblaciones, en los que mientras unos morían
de hambre otros reventaban de tanto comer, en los que la mayor agilidad de los
famélicos se imponía violentamente a los orondos saciados.
La alternante prevalencia
de gordos y flacos resume la historia de la humanidad.
Los flacos pobres
suceden a los ricos gordos hasta que los empobrecidos se rebelen y reemplacen a
los enriquecidos.
Es el cuento que nunca se acaba, el never
ending story, que dicen los políglotas.
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