Uno de sus hijos, que fue alcalde de Sevilla, se admiraba de
que, por aquellos tiempos en los que conversábamos en un salón del hotel Alfonso XIII, solo una de las fincas de su
padre producía más que la totalidad de las 20.000 hectáreas de las que fué propietario.
Quizá se le conociera
más porque era el propietario de los Saltillo, aquellos mulos bravos, que
casualmente pastaban en la finca a la que su hijo aludiría después, sembrada de
espárragos cuando vendieron la ganadería.
Era mi pueblo
entonces lo que ahora es España. Como la finca de baldío de los toros era
propiedad del propietario de casi todo, España es del que mande en el partido
político que gobierne.
Aunque recorría
caminos en su tartana y se presentaba inesperadamente en sus fincas, delegaba
la aplicación de su poder en su encargado que, por obedecer al dueño, tenía
mano libre para enriquecerse.
¿Es más justa la
España de después de la democracia que la España de antes de regadío?
La respuesta a esa
pregunta depende del que la conteste.
Pero en ésta finca
de 505.000 kilometros cuadrados tampoco manda el señorito de antes que era su
propietario.
El que manda, y
mandando se enriquece, es el gobierno, cuyos intereses aparentemente opuestos a
los del amo, coinciden en la conveniencia mutua de que los que aran y siegan,
los que dan el callo, no alboroten.
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