Tan
irresistible es la tentación de creer que el mundo en el que vivimos está en
nuestras manos como la de resignarnos a que un poder superior decide lo que
somos y tenemos, y hasta lo que serán y decidirán nuestros descendientes.
A los que propagan lo primero se les conoce
por progresistas. A los segundos, por conservadores.
Cuando se agudizan y exacerban esas maneras opuestas
de entender la vida, la guerra civil es inevitable y la paz que le ponga fin
durará tanto como los vencidos se sientan capaces de vencer en un nuevo
conflicto.
Esa es la historia de España, un país que
perdió todas las guerras que libró contra no españoles y que solo ganó en las
que los vencidos eran compatriotas.
Si lo apartemente inevitable no se evita y
la secuencia que ha marcado la historia hace que suenen, todavía no nítidamente,
los claros clarines que preludien el trueno de los armas, ¿Qué pasará?
Pues que, después de un tiempo en el que las
armas de las dos mitades de españoles hablen por ellos, se sobrevendrá una paz que
dure hasta la siguiente guerra civil.
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