Dios lo creó todo y delegó en el hombre la responsabilidad cuotidiana de gestionar lo que había creado.
Tardó seis días en completar su obra y, el séptimo, dijo que descansaría.
Pero, como distraído, sigue pendiente del negocio.
Hay una tarea delicada para la que deja el trabajo de brocha gorda a hombres y mujeres, pero se reserva la pincelada del acabado: los niños que han de nacer.
Como algunos artistas se inspiran en la música para sublimar su arte, a Dios le gusta idear un día tibio de otoño, en el que la brisa perfumada por el maduro aroma de los bosques pula con oro viejo el brillo amable del sol, para ensimismarse en supervisar a los futuros recién nacidos.
Hay veces en las que,mientras lo hace,hasta tararea la sinfonía sexta en Fa Mayor, conocida como la “Pastoral” de Beethoven.
En una de esas ocasiones dio su aval a una niña, a la que sus futuros padres llamaron Victoria, mi nieta.
Pidió a Dios la luna llena
que le prestara un espejo
por saber si era tan bella
como la cantan los versos.
Le dijo Dios: en Victoria
encontrarás tu reflejo,
una copia de la imagen
que me sirvió de modelo
cuando te puse en la noche
como joya de mi cielo.
Se vió en Victoria la luna
como a sí misma. Por eso
quiso hundirse en los dos lagos
de sus ojos verdinegros
y agradecer con sus labios
la dicha de aquel misterio.
Se gustó en aquella cara
que el rubor de algún lucero
nimbaba en polvo de plata
en el negro firmamento.
Se enamoró de la luna
la Luna Llena del cielo.
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