viernes, 12 de diciembre de 2008

CUIDADO CON LA TELE

“Disturbios en Madrid y Barcelona por la muerte de un joven en Grecia” (De los periódicos).





Algo tendría de especial el muerto, la causa de su muerte o la circunstancia en que se produjo para que, precisamente la de ese joven y no la de cualquier otro de los muchos que mueren en Atenas, provoque disturbios en ciudades de un país tan lejano de Grecia como España.
Enfrascado en desentrañar la relación entre el suceso de Atenas y la erupción de sarpullido que alteró la placidez de las dos mayores ciudades españolas, me vino a la memoria lo que un día me contó mi amigo Leonid Maximenko.
Se remontan esos recuerdos a los viejos buenos tiempos en los que a la Unión Soviética todavía le quedaba casi un cuarto de siglo para verse reducida a Rusia.
Tiempos, pues, en los que los soviéticos sabían que los malos eran Estados Unidos y sus aliados y Estados Unidos y sus aliados estaban convencidos de que los malos eran la Unión Soviética y sus satélites.
Coincidí con Maximenko en un país latinoamericano en el que residía bajo la tapadera de Corresponsal de la Televisión Soviética, aunque nunca nadie supo que hubiera enviado ninguna crónica ni nunca fue tan indiscreto como para dejarse ver filmando con una cámara.
Los otros cuatro corresponsales— dos de TASS, uno de Pravda, y el ayudante de Maximenko—evidenciaban, por la prontitud con que seguían sus indicaciones, la autoridad que le reconocían.
Mi amigo Maximenko, que era un gran cínico porque era comunista, o que era comunista por ser un gran cínico—fue y volvió de vacaciones a la Unión Soviética.
El Gran Jurado acababa de corresponsabilizar a Richard Nixon por su implicación en lo de Watergate, su caída parecía cada vez más probable y los pacifistas antivietnam matizaron sus manifestaciones centrándolas en la exigencia de destituir al presidente.
Los responsables de la televisión soviética decidieron que, para que sus adoctrinados se fueran haciendo a la idea de la caída de Nixon que ya se presagiaba, convenía incrementar la difusión de esas manifestaciones, pero haciendo hincapié en su motivación antibelicista y minimizando lo del Watergate.
A su vuelta de vacaciones, Maximenko me contó que pronto se dieron cuenta de su error los dirigentes de televisión y redujeron la cobertura.
--“Claro”,--lo comprendió mi mente cándida—“porque la protesta era sobre todo por lo del Watergate”.
Ese no era el error, según mi amigo porque, ¿cómo iba a comprender el televidente soviético, habituado a la eliminación física del que el mandamás sospechara que se le oponía, que echaran a Nixon por una pendejada como espiar a sus adversarios?
La equivocación era—me aclaró-- el despliegue de imágenes de jóvenes norteamericanos a los que sus coetáneos soviéticos envidiaban porque podían enfrentarse a la policía.
El transmisor del contagio de la sarna de Atenas a los focos de sarpullido detectados en Madrid y Barcelona, pues, ha sido la televisión. Misterio aclarado.

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