La humanidad está desigualmente compuesta por una cándida mayoría de inocentes avecillas que trinan felices en el tenebroso bosque de la vida y una minoría de taimados pajariteros que tienden trampas para cazarlos.
El triunfo de los depredadores sobre sus presas es inevitable, porque a su propia astucia añaden la ingenuidad de sus víctimas.
Hay tormentosas discusiones de encumbrados filósofos y de apasionados tertulianos sobre la ética y la estética de esa convivencia paradójica, que se asienta en que los unos se coman a los otros.
Como lo políticamente más correcto, han consensuado que, si son los pájaros los que escogen a quienes les tiendan las trampas, los pajariteros actúan dentro de la más democrática legalidad.
Otros pensadores tan agudos como ellos, aunque más antiguos y, por tanto, menos fiables, discrepan de que agachar la cabeza, por muy democráticamente que se consensúe, sea la mejor manera de garantizar eficazmente la convivencia.
Me refiero a Santo Tomás de Aquino que, en su obra “El Gobierno de los Príncipes”, llama “acto de piedad” matar al gobernante que viola los derechos de los ciudadanos y a nuestro jesuita talaverano Juan de Mariana que en su “De rege et regis institutione” sostiene la licitud de dar muerte al gobernante “que usurpe o abuse de los derechos de los gobernados”.
No está el horno para bollos ni el verde para pitos y, en estos ilustrados albores del 2009 no vamos a tomar al pié de la letra las excentricidades de dos señores tan antiguos, sobre todo porque no se ajustarían a las prácticas del estado de derecho.
Pero ya va siendo hora de que los pajaritos dejen de hacer el panoli y busquen alguna martingala para, por lo menos, correr a gorrazos a los pajariteros que tan impunemente los hacen caer en sus trampas.
Porque, por mucho prestigio que reconozcan algunos a quien lo aconseja, no parece que aguantar impávidamente sea lo que más convenga a las víctimas de los que ponen las trampas.
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