martes, 17 de marzo de 2009

AMSTETTEN-SEVILLA ¿ESCANDALO?

La historia del padre que secuestró y violó durante años a su hija, con la que engendró hijos de los que se deshizo para que no se descubriera su desviación antinatural, ha estremecido por su inmundicia a toda la humanidad.
En España, ese mismo sentimiento íntimo de desconcierto, repulsa y zozobra lo ha generalizado el turbio episodio de equívocas relaciones entre un grupo de jóvenes que, ignoradas por cómoda omisión por sus padres, ha terminado en el asesinato de una adolescente.
No son sucesos aislados, sino síntomas de una enfermedad de la sociedad, cuyas causas no nos atrevemos a identificar con franqueza, por miedo a reconocer que entre todos la hemos provocado.
Los embarazos indeseados que se pretenden resolver con una ley de plazos para el aborto, que eliminen la evidencia del problema sin corregir sus causas, tienen el mismo origen.
Es consecuencia todo del ansia de disfrutar de los placeres de la vida, sin permitir que la moderación frene el insaciable apetito de los sentidos.
La supremacía de la sensualidad sobre la razón.
La Humanidad es tan vieja que, por trances parecidos al actual, ha pasado ya en muchas ocasiones, pero parecían afectar a minorías privilegiadas, encaramadas en la cúspide de la pirámide social.
Como la educación, el bienestar y la instrucción, el acceso al placer sensual se ha democratizado y se ha extendido a toda la población.
Los excesos de la lujuria ya no son arquetipos literarios. No solamente carecerían de sentido ejemplificador las travesuras de Don Juan, sino que nos toparíamos con más Tenorias que Tenorios.
Puede que la hipócrita pudibundez de otras épocas fuera desmesurada, pero el desenfrenado culto al placer y su propuesta como objetivo de la vida es igual de falaz y más peligroso.
No es culpa del progreso, sino de la irresponsable utilización de algunas de las poderosas herramientas que el progreso ha aportado, sobre todo de la televisión.
Porque la televisión, que podría haber sido un escaparate de la vida real, ha degenerado en propagandista de una forma de vida que, quien no la asuma, aparece ante sus semejantes como anticuado.
Los programas de televisión que mayor número de espectadores atraen, dirigidos a los que por falta de formación intelectual o de madurez existencial son los más vulnerables, son todos un canto al placer y, sus modelos, los que alardean de su promiscuidad como prueba de aceptación por los demás.
¿Tiene límites la procura del placer? ¿Se atreve alguien a fijar esos límites, aunque lo acusen de fascista?
Si la búsqueda del placer por todos los medios, sin la brida de la razón, es lo que hemos escogido, la mayor hipocresía es escandalizarnos cuando la notoriedad de algún episodio pone en evidencia las consecuencias del desenfreno de la sensualidad.

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