Si en a la Transición Democrática no hubiera influido el miedo a la guerra civil que originó la dictadura, habría ahora dos regiones con estatutos de autonomía que fijaran sus obligaciones y deberes con el resto de España.
La torpe argucia de inventar estatutos para todos, con el propósito de difuminar la trascendencia de los de Cataluña y Euskadi—las dos únicas que lo demandaban—se podría y debería haber evitado.
El resto de las regiones españolas se hubiera contentado con una generosa descentralización administrativa, sin necesidad de capacidad legislativa que, fatalmente, auspicia el separatismo.
Si los pilotos de la Transición hubieran sido valientes, habrían neutralizado el enfrentamiento sobre la forma de organización territorial y, como en la mayor parte de los países del mundo, solo centraría la disputa política en España la orientación ideológica del Estado.
Consecuencia de esa torpeza es que partidos que comparten una misma filosofía sobre las atribuciones del Estado, como el Popular y el Nacionalista Vasco, se coaligarían cómodamente para formar el proximo gobierno de Euskadi.
Pero su discrepancia sobre la organización territorial los convierte en aliados imposibles.
La concepción ideológica del Estado de PNV y PSOE es diametralmente opuesta y, sin embargo, los nacionalistas parecen ansiosos de renovar la alianza que, no hace mucho, les permitió gobernar juntos.
Lo mismo ocurre en Cataluña, donde el Partido Popular y Convergencia i Unió son ideológicamente afines pero incapaces de conciliar sus discrepancias sobre la relación de aquella parte de España con el resto del territorio nacional.
El Partido Popular, el Partido Nacionalista Vasco y Convergencia i Unió defienden posiciones coincidentes en cuanto a la tutela pública de la economía, educación, familia, libertades individuales, administración de justicia, relaciones exteriores e influencia en la cultura de la religión.
A pesar de tantas afinidades ideológicas, la discrepancia sobre la intensidad del encaje de sus realidades regionales en el conjunto de España les impide llegar a acuerdos generales de cooperación política.
Catalanes y vascos aceptaron a regañadientes la fórmula de la España de las autonomías ideada para salir del paso en el proceso de la Transición Democrática, aunque las fuerzas nacionalistas nunca ocultaron que consideraban el acuerdo como provisional y punto de partida hacia objetivos de autogobierno más amplios.
A medida que el tiempo pasa, aquella solución provisional, en lugar de mitigar las discrepancias iniciales, las encona y cada vez parece más difícil una solución definitiva y satisfactoria para todos.
Antes de que sea demasiado tarde y con España ya integrada en el ámbito multinacional de la Unión Europea a la que no pertenecía cuando emprendió la transición, urge encontrar un acuerdo para que los nacionalistas de Cataluña y Euskadi se sientan cómodos formando parte de España, con estatutos aceptados sin reservas y que tengan intención de definitivos.
Hasta que los españoles curen su peculiar esquizofrenia politico-ideológica, la alternancia en el poder de los partidos estará contaminada por la singularidad del procedimiento por el que la historia articuló la nación.
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