Los latinoamericanos han culpado durante siglo y medio a los Estados Unidos por apadrinar golpes de estado en sus países, y puede que lamenten en adelante que no sean capaces de impedirlos.
Horas antes de que los militares lo sacaran en pijama de su casa a las tres de la madrugada del domingo, el presidente de Honduras Manuel Zelaya se ufanaba de que el golpe que desde dos días antes se gestaba lo habían frenado los Estados Unidos.
Pero el presidente depuesto, en su exilio obligado de Costa Rica, ya ha debido percatarse de que Washington ya no quita y pone gobiernos en América Latina a su antojo.
Los golpistas dicen que su actuación ha seguido las normas impuestas por la ley porque las fuerzas armadas actuaron siguiendo instrucciones de los tribunales, que habían decretado la ilegalidad del referendum convocado por el Presidente depuesto para reformar la Constitución y mantenerse en el poder después de que expirara su mandato el año que viene.
El Congreso, formalmente, se limitó a aceptar la renuncia que Zelaya le presentaba, en un documento que asegura que no firmó, y a elegir nuevo presidente al del Congreso, Roberto Micheletti.
El Heraldo de Tegucigalpa, que el domingo publicaba una fotografía del supuesto documento de renuncia, asegura que ciudadanos de Venezuela y Nicaragua, que habían entrado subrepticiamente en Honduras, habían sido enviados por sus gobiernos para ayudar a Zelaya a ganar el referendum para reformar la Constitución.
No es Honduras uno de los países latinoamericanos de mayor tradición golpista porque solo ha vivido en su historia tres períodos de gobiernos de facto: entre 1956-57, 1963-65 y 1978-80.
Si la presión de Estados Unidos, la Unión Europea y la Organización de Estados Americanos se demuestra eficaz, el gobierno de Micheletti tendrá los días contados y Zelaya será pronto repuesto en su cargo.
Si no ocurriera así, significaría que los Estados Unidos han perdido la influencia que tuvo, y que le permitía decidir en América Latina como en el corral de su casa.
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