Los límites de la actividad periodística son tan difusos que la definición más ampliamente aceptada de periodista es la que lo compara con el notario, cuyas funciones están mejor estructuradas y reglamentadas.
Se dice, pues, que el periodista es un notario de la actualidad y, como tal, se supone que debe dejar constancia de hechos fehacientes que presencie o le consten.
Si un notario sazonara los hechos que refleje su acta con sus opiniones personales, su particular interpretación de gestos, o asumiera como verdad la opinión expresada por otro, sería un mal profesional.
Lo mismo podría decirse del periodista que distorsione la información adobándola con su opinión, o matizandola por su simpatía o ideología personales.
No todo el que escribe en un periódico o interviene en radio o televisión es, pues, periodista.
El periodista debe procurar activamente que sus simpatías no influyan en el relato de los hechos que narre.
¿No tiene derecho el periodista a opinar y a difundir su opinión? Tanta como cualquier ciudadano, pero ese derecho a la opinión no se lo da su oficio de periodista, sino su cualidad de ciudadano.
El periodista que camufla su opinión tras la máscara de la información es lo más parecido al bandolero que se emboza para ocultar su identidad. En el momento en que opine, deja de ser periodista para convertirse en predicador laico, en agitador político o en apóstol social.
Todas esas vocaciones tienen nobleza, si se ejercen a cara descubierta, porque la información debe ser imparcial, objetiva, neutra y aséptica para que sea creíble.
Informar sin que las simpatías del informador trasciendan a la información es una tarea melindrosa y, por eso, el informador ocupa el escalafón mas elevado en la profesión periodística.
Si eso es así, ¿por qué hay tantos periodistas que opinan? La primera razón es porque el periodista puro degenera hasta transmutarse en comentarista.
El comentarista no tiene que ser testigo de lo que relate, comprobar la veracidad de los datos de su informante, ni contrastarlos con datos de informantes opuestos.
Al contrario que el informador, no tiene que cuidar la redacción de sus textos para que no traduzcan sus afinidades personales con alguna de las partes enfrentadas en los hechos que relate.
El poder, además, seduce con sus tentaciones al comentarista de nombre conocido, e ignora al informador anónimo, cuya firma no suele encabezar su información.
Es más provechoso social y económicamente ser comentarista conocido que informador anónimo.
En los textos del informador, lo que relata tiene más importancia que el estilo del relato, y el buen dominio del lenguaje es la única herramienta para hacerlo ameno.
En el comentarista es más determinante la forma que el fondo y puede utilizar la ironía, el sarcasmo o la mordacidad como recursos de amenidad.
Comentarista puede ser cualquiera. Periodista, solamente el que renuncie a utilizar su oficio como púlpito privilegiado.
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