En La Maddalena, población e isla del mismo nombre al norte de Cerdeña, han coincidido dos políticos que, gracias a que sus votantes se ven en ellos cuando se miran al espejo, ganan elecciones.
Silvio Berlusconi, que alardea de ser el mejor primer ministro en los 150 años de historia de Italia, no oculta el secreto de su éxito: “Los italianos”—asegura—“quieren ser como yo”.
José Luis Rodríguez Zapatero, menos franco o más ladino sabe, aunque no lo admita, que lo votan porque encarna la máscara de progresía candorosa tras la que los españoles quisieran ocultar sus depreciados fervores pretéritos.
Zapatero y Berlusconi son políticos de mérito porque, por intuición o cálculo, han sabido conectar con la mayoría de sus conciudadanos.
Pero a ninguno de los dos corresponde la gloria del descubrimiento de esa piedra filosofal que transmuta en seguidores a la masa amorfa de votantes.
Son discípulos de un genio que, además de persuadir a sus conciudadanos para que lo respaldaran, los condujo de desastre en desastre hasta la derrota final en una guerra catastrófica: Benito Musolini.
Dicen que El Duce, cuando uno más de sus aduladores lo ensalzaba por su acierto al crear el fascismo, lo corrigió:
“El fascismo”—cuentan que le dijo—“no lo inventé yo. Lo encontré en los más profundo del alma de los italianos”.
Nemesio Rodríguez, un entrañable amigo y lúcido periodista que durante años fue corresponsal en Roma, me explicó: “ los italianos votan a Berlusconi porque les gustaría ser ricos, influyentes, astutos, tener queridas como él y burlar la ley sin que los metan en la cárcel”.
En el alma italiana de entreguerras había delirios imperiales y, en la de hoy, ansia de drogas, sexo, vacaciones y rock and roll.
En el alma de los españoles actuales, botellón, subsidios, misiones de paz y aborto libre.
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