En esta España nuestra de adhesiones que solo quebranta la muerte, el ladino Juan Carlos Rodríguez Ibarra quiere absolver al presidente del gobierno del culto a la personalidad de que se le acusa culpando a los que lo idolatran.
Es una hábil manera de adorar al santo por la peana.
Al ex presidente de Extremadura, aunque ya no ejerza cargo político ejecutivo, le pasa como a los matadores de toros: es torero hasta la muerte y hasta su muerte, que ojalá tarde mucho en llegarle, hablará como político.
Ibarra está entrenado para adular al votante y encauzar su voluntad sin que se percate de que lo manipulan.
Si no fuera por eso, puede que se hubiera atrevido a decir que los españoles, como pueblo, tenemos una aversión patológica a derribar ídolos a los que hayamos encumbrado, aunque suframos su falsa divinidad.
Y lo que es peor, en las raras ocasiones en que los españoles se han sublevado, lo hicieron empujados por el corazón y no por la razón. Ejemplos:
En 1766 en Madrid y otras ciudades se amotinan en protesta contra el decreto que los obliga a cambiar la capa larga por la corta y el chambergo por el sombrero de tres picos. El motín logra la deportación del marqués de Esquilache, inspirador del decreto.
El dos de Mayo de 1808, los madrileños se insurgen contra la tentativa de llevarse al Infante Francisco de Paula—el mozo de 14 años de edad y evidente parecido con el favorito Manuel de Godoy—para que se reuniera en Bayona con el resto de la familia real.
Lo que Esquilache pretendía y lo que los franceses contra los que cargaron los madrileños intentaban era objetivamente bueno para el pueblo español: el primero modernizar el atuendo y estorbar el anonimato de los delincuentes embozados.
Los franceses traían la transferencia al pueblo de la soberanía de la nación, que Carlos IV había cedido a Napoleón como el que enajena un cortijo, con ganado incluido.
El más reciente levantamiento, que todavía persiste, es el de la desfranquización de España, que los españoles no emprendieron hasta después de muerto Franco.
La lealtad al Caudillo sólo la quebrantó su muerte.
Que José Luis Rodríguez Zapatero gobierne tranquilo. Los españoles no le darán la espalda hasta después de que haya dejado de mandar.
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