Aunque atronaran sus denuncias contra el capitalismo por provocar hambre, explotación, paro y miseria, la perorata no enardecía a las masas supuestamente explotadas.
El mitin crepuscular en la plaza del pueblo, escuchado con escéptica curiosidad por medio millón de manifestantes casuales discurría sin que la llama revolucionaria prendiera en los convocados a secundar la revolución.
Los oradores del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) se esforzaban sin conseguirlo en que la campaña que han iniciado en Palma del Río contra su denunciada explotación de los jornaleros se propague a toda Andalucía.
Diego Cañamero, líder del SAT, proclamó con teatralidad: “Esto puede ser el polvorín que empiece en Palma y llegue hasta Doñana”.
Con más desgana que entusiasmo, los que lo escuchaban obedecían su incitación a corear las consignas revolucionaria, sobre todo la herencia que dejó a todo el mundo la revolución de los claveles: “El pueblo unido jamás será vencido”.
Pero faltaba autenticidad a la escena, remedo y caricatura de los dramáticos acontecimientos que describió John Reed en “Los diez días que estremecieron al mundo” y que Eisenstein inmortalizó en “Octubre”.
Ni Cañamero es el arrebatador tribuno que fue Lenin ni la población de Palma del Río de 2009 tiene nada que ver con las masas de desertores hambrientos del San Petersburgo 1917.
Diego Cañamero vino a poner la era donde, desde hace decenas de años, se emplean cosechadoras.
La economía de Palma del Rio es de las más dinámicas en la provincia de Córdoba y, aunque el sector agrario sigue siendo preponderante, requiere crecientemente mano de obra especializada y cada vez menos jornaleros sin cualificación.
Los más acuciantes retos del sector son la apertura de nuevos mercados, la elaboración industrial, la optimización de tecnología aplicada a la agricultura y la oferta de calidad para la exportación.
De los 21,000 habitantes del pueblo, 4.500 son perceptores habituales del subsidio del Plan de Empleo Rural (PER), que en época de bonanza, como la que duró hasta el año pasado, complementaban esos ingresos con los ilegales pero tolerados en servicios o la construcción.
Los jornaleros locales, con el salvavidas del PER y el cómodo complemento urbano que les permitía una apacible supervivencia, abandonaron el peonaje agrario tradicional a emigrantes extranjeros.
Pero los efectos de la crisis general, que colapsó la actividad inmobiliaria y sus servicios complementarios, los ha privado en los últimos meses de parte de la renta familiar que parecía eterna.
La campaña de agitación promovida por el SAT ha encontrado eco, aunque poco entusiasta, en la pérdida de renta extra-agraria experimentada por los jornaleros y la basa en la reivindicación del cumplimiento estricto del en parte impugnado convenio que establece la jornada de seis horas de duración y el jornal de 45 euros como único sistema de contratación.
Protestan, además, de lo que consideran explotación de trabajadores inmigrantes, dispuestos a cobrar por caja de fruta recolectada y no a jornal.
Los piquetes sindicales, que alteraron el proceso iniciado de recolección de naranja, se enfrentan ahora al lock-out patronal, que ha acordado suspender la recolección, clasificacion y manipulación del fruto mientras perdure la agitación.
El conflicto está planteado. Si el SAT—que arremete contra empresarios, gobierno, UGT, CCOO, la Banca y el sistema político indiscriminadamente—consigue sacar del letargo burgués a los jornaleros, la improbable revolución estará en marcha.
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