Con el trabajo que nos costó echar a los moros de nuestras costas, el imprudente José Luis Rodríguez Zapatero parece empeñado en que vuelvan.
Por zalemas menos elogiosas que las que el miércoles dirigió Zapatero al imán de la Mezquita de los Omeyas de Damasco, Tariq Ibn Ziyad creyó que el gobernador bizantino de Ceuta, Don Julián, lo invitaba a España y costó ocho siglos librarnos del caudillo moro y sus bereberes.
Y es que en la florida prosa árabe las palabras tienen mayor valor simbólico que semántico y pedirle a un moro “que sus plegarias lleven la paz a todas las regiones del mundo” puede interpretarlo como ruego de que nos obligue a todos a vestir chilaba.
Si el que se adora en la mezquita de Damasco es el mismo Dios único al que sus compatriotas rezan en las iglesias de España ¿por qué ha tenido que ir tan lejos el Presidente del Gobierno español a visitar un templo, si tiene tantos y tan hermosos en su tierra?
Puede que su visita a la mezquita de los Omeyas sea el síntoma inicial de un arrebato de misticismo y que, en adelante, aconseje a sus próximos que frecuenten más las iglesias españolas y menos los desfiles del día de del orgullo gay (gayo, vistoso o elegante en traducción castellana literal y marica en la figurada).
Si así no fuera y el de Damasco fuera solo uno más de sus deslices, haría bien Zapatero en instruir a los soldados destinados en Afganistan para que se apresuren a adquirir experiencia en combate y los repatríe cuanto antes, igual que a los que ha despachado a Líbano y otras tierras mahometanas.
Porque los moros, como el año 711, pueden coger el rábano por las hojas, interpretar lo que pretendió que fuera una simple cortesía por invitación formal, y plantársenos aquí para obligarnos a mirar a La Meca cuando recemos. Y tendremos que rezar todos, no como con el cristianismo que reza solo el que quiere.
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