Caminan taciturnos, mirando más al interior de sus conciencias que al mundo que los amenaza.
Andan con pasos cautos, atentos a cuanto los rodea porque, aunque saben que se encuentran en la patria que heredaron de sus antepasados, sienten como si se aventuraran en tierra hostil.
Por eso, sus miradas son esquivas y, si perciben que se acerca alguien con ropas coloradas y amarillas, huyen como si temieran que va a robarles la cartera.
La beatífica sonrisa de algunos delata que ensueña apasionados placeres sensuales, la sublimación del gusto carnal arrullado por murmullos en la lengua familiar cálida y antigua.
Son los catalanes, que absortos, reconcentrados y conscientes de su responsabilidad ante la Vieja Historia y el Eterno Futuro, meditan la trascendencia del voto que el último domingo de Noviembre de 2010 depositarán en la urna electoral.
Saben que también el domingo pueden equivocarse al decidir quien debe guiarlos hacia el Futuro Feliz que tanto tarda en llegar.
Pero, como en anteriores errores, la culpa no será del laborioso, honesto y generoso pueblo catalán, sino del artero y corrupto invasor que desde hace siglos adultera su esencia.
Mala suerte tuvo Cataluña cuando Dios hizo el mundo. Debería haberla situado en mitad del Océano Pacífico, feliz y orgullosamente separada de vecinos contaminantes, lo más alejada posible de Castilla, tan cercana y tan ajena.
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