En los tiempos idos, nos decían que el ser humano tenía un objetivo en la vida: amar, adorar y servir a Dios para, así, salvar su alma.
En los tiempos en que vivimos ahora, el fin del ser humano es agenciarse los medios y maneras para pasarlo bien.
Como observador relativamente imparcial que ni quita ni pone rey, uno piensa a veces que engañando lo menos posible a los demás y nunca a uno mismo es como se consigue el bienestar que representa estar en paz y tener como su mejor amigo al que ve cada mañana en el espejo.
Cualquier método que le sirva al individuo para sentirse cómodo consigo y con los demás es válido.
El problema surge cuando, convencido de la eficacia de su método, se dedica a proponérselo a los demás.
Ignora o se olvida de que cada persona es única e irrepetible en el conjunto de su especie y de que pueden vivir su vida de manera relativamente similar, pero cada uno la siente, ve y encara como le apetece, puede y quiere.
La convivencia cómoda entre individuos tiene un límite: respetar las fronteras de su libertad, sin invadirla con sugerencias, consejos no pedidos, presiones para que la altere o promesas de bienestar si lo hace.
El respeto a la libertad de los demás se sobrepone al malentendido deber de proponer a otros la creencia, práctica o idea con la que se siente cómodo el proponente.
Ya lo dijo Benito Juárez: "el respeto al derecho ajeno es la paz".
Desde esa perspectiva, es obligado suponer que quienes inducen a otros a compartir creencias o militancia política lo hace más para beneficiarse a sí mismo que para beneficiar al otro.
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