Celebraron los andaluces el 28 de febrero el
aniversario del referéndum por el que en 1980 dejaron de depender de los
señoritos terratenientes para hacerlo de los señoritos de la Junta de Andalucía.
El jornal, los préstamos y la vista gorda de
los señoritos de escopeta puta y perro les llega a los los andaluces desde el 28 de
febrero de 1980 de los señoritos de militancia, obediencia e impunidad de la Junta de Andalucía.
Lo que en esa fecha ocurrió fue, en
concreto, que a los mandamases políticos de la región, que hasta entonces los
nombraban lejos de Andalucía, los elegirían en adelante los censados en
Andalucía, escogiendo entre los distintos candidatos, elegidos cada uno de
ellos por las burocracias de sus partidos.
En definitiva, los andaluces cambiaron de
amo, como perro al que ponen distinto collar.
Todo
sigue igual que antes porque los andaluces como pueblo—y se admiten todas las
excepciones individuales—están entrenados por la historia para que solucionen sus problemas los que mandan, en vez
de resolverlos por sí mismos.
Hasta el 28 de febrero de 1980, correspondía la
obligación y la responsabilidad de
satisfacer las necesidades de los ciudadanos andaluces a los que nombraban fuera de la región,, sin que los andaluces tuviera atribuciones para hacerlo.
Desde entonces, los andaluces
asumieron el derecho a elegir a sus gobernantes, propio de pueblos no
dependientes y, en consecuencia, la responsabilidad de resolver por sí mismos
sus necesidades.
Contradice su condición de adulto el hijo que reclama
vivir lejos del hogar familiar y sigue exigiendo a sus padres que continúen sustentándolo.
Los que montaron el referéndum de 1980 asumieron el derecho y el deber no declarados de tutelar, en lugar de servir a los andaluces no
engañaron a los andaluces, pero tampoco les dijeron toda la verdad.
Les pidieron que se pronunciaran entre
gobierno regional nombrado por otros o administración política regional
elegida por los ciudadanos de la región.
Lo que realmente se dio a elegir en aquella
ocasión a los andaluces fué si preferían su vida tradicional o la habitual en
Europa Occidental, los paises septentrionales de América del Norte, Japón
y los dos principales de Oceanía.
La forma tradicional ofrecía trabajar para
vivir y la segunda, propia de las llamadas democracias occidentales, vivir para
trabajar.
Compatibilizarlas, como intenta
desde entonces el pueblo andaluz, es difícil: la primera permite renunciar a las exigencias de competir con los demás para disfrutar de los utensiliuo mecánicos, electrónicos o de desplazarse, obtenidos gracias a la eficacia y la competencia laboral.
La segunda garantiza el disfrute de un clima ameno, de copas,
procesiones, romerías, ferias, fútbol, toros y tertulias con o sin dominó, y la renuncia a vacaciones playeras anuales, cruceros, aparatos de última generación
para guasapear o tuitear chorradas y otros artilugios que cuestan cada vez más
dinero.
Las dos maneras de vivir son agradables pero simultanerlas por todos, si no imposible, lo parece e intentarlo, como los andaluces pretenden, obliga a un permanente y arriesgado equilibrio.
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