Los Santos no suben a los altares hasta después
de muertos y los políticos tienen que perder el poder, y hasta la vida, para
que se reconozcan sus méritos.
Después de
enterrado Adolfo Suárez en medio de la
pugna de elogios de quienes lo forzaron a dimitir, (socialistas , nacionalistas, comunistas,
populares y, sobre todo, los desleales de su propio partido) es momento
de analizar su labor en la transición de la Dictadura al
Parlamentarismo.
Adolfo Suárez, ante todo, fue el timonel que el Rey
seleccionó para pilotar su proyecto de llegar a un régimen de participación
popular en la formación de gobiernos desde un sistema en el que todos los
poderes del Estado se concentraban en la persona de Franco.
Había que
hacerlo de prisa para que los ideológicamente excluidos de las mieles del poder
participaran en el festín de gobernar y los que lo habían disfrutado en tiempos
del Dictador no se sintieran excluidos
por su pasado.
Unos y otros
fomentaron el recuerdo de una guerra trágica para sacar provecho de las indefinición del futuro y beneficiarse del
miedo a un nuevo conflicto civil.
Como
consecuencia, la prisa por salir de la crisis relegó a un segundo plano la
conveniencia de que las reglas fundamentales de convivencia fueran sólidas y
duraderas.
Dos de esos
pilares del futuro, la Constitución y la Ley Electoral para regular el relevo
en las responsabilidades gubernamentales, se hicieron más bajo la presión del
tiempo que de su durabilidad y se
demostraron pronto ineficaces, aunque todavía sigan en vigor.
De la ley
electoral es consecuencia que el poder emane a los electores desde las cúpulas
de los partidos y, de la Constitución que ni siquiera las dos regiones bajo
cuya amenaza separatista se elaboró el sistema de las autonomías haya mitigado
su impulso centrífugo, sino todo lo contrario.
El Título
octavo de la Constitución, en vez de limitar y calmar el separatismo de las
Vascongadas y Cataluña, lo ha contagiado a las otras regiones españolas.
El sistema de
autonomías, inventado a toda prisa para integrar en España a todos los
españoles, se ha demostrado con el
tiempo la mejor herramienta para su desintegración.
Es imposible
que, si Adolfo Suárez ejecutó por encargo el período político conocido por
transición, fueran solamente suyas las consecuencias de lo que el paso del
tiempo demostró que fueron errores o aciertos.
Siempre tuvo
oportunidad quien lo encargó del proyecto de corregir los fallos o reemplazarlo
por otro. Y no lo hizo, o bien lo hizo de tal manera que el sentido de
responsabilidad histórica de Suárez hizo
aparecer su dimisión como decisión exclusivamente personal.
De hecho, el
período de Transición no se completo hasta que el representante de uno de los
partidos políticos vencidos en la guerra llegara al poder bajo la Monarquía.
Cuando las
elecciones del 28 de Octubre de 1982 dieron 202 escaños al socialista Felipe
González y solo dos a Suárez, la Transición del franquismo al postfranquismo
había alcanzado su objetivo: cerrar el paréntesis de gobiernos no electos que
se abrió al terminar la guerra, y hacer que la situación política enlazara con
la de antes de la guerra.
Ese 28 de
Octubre, mientras jugaba al ping pong en Lisboa con el embajador de España y
padrino de mi hija Rocío, Ramón Fernandez de Soignie, seguíamos por radio el
recuento de las elecciones que dieron 202 escaños a Felipe González y solo dos
a Adolfo Suárez.
Me vino a
la memoria una mañana de seis años antes en Viena.
Hacía el Rey
su primera visita a Austria y, mientras admiraba en el Museo Etnológico el
penacho de Moctezuma que, regalado por el emperador azteca fue enviado a Alemania
para el emperador Carlos V, comentó a
Pepe Oneto, quizá Colchero y a mí, que cubríamos la visita: “Veis, esto es lo
que yo quiero para España, que un
gobierno socialista como es el austríaco, respete y se sienta parte del
pasado de su país”.
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