lunes, 24 de marzo de 2014

SUAREZ

  Adolfo Suárez hacía sentirse amigos a  muchos de los que, aunque sabíamos que no había razón de intimidad para que lo fuéramos, caímos en la tentación de creérnoslo.
Yo fui uno de ellos.
Adolfo Suárez  llegó a la presidencia del gobierno español inesperadamente y en el momento de mayor incertidumbre política sobre el rumbo que emprendería el Estado Español, después de que el Rey aceptara la dimisión que Carlos Arias,  le había presentado protocolariamente a la muerte del Dictador.
Con el cese de Arias, último presidente del Gobierno nombrado por Franco, terminaría oficialmente el franquismo y  el postfranquismo político comenzaría con el Presidente del Gobierno que nombrara el Rey, nuevo Jefe del Estado.
Se esperaba el nombre que escogería el Rey para intuir así cómo sería la España Monárquica del postfranquismo.
Areilza y Fraga eran, en esos momentos de cábala, los dos más mencionados como nuevo Presidente, ambos ministros con Carlos Arias.
Al primero se le consideraba más liberal que al segundo pero de los dos se esperaba que, con diferencia de matiz, continuaran básicamente el pasado permitiendo una lenta evolución sin brusquedades.
Dos meses antes del cese de Arias, yo había regresado de México para reincorporarme como redactor jefe de Internacional a la redacción central de EFE.
Era director general mi amigo Carlos Mendo, un gran periodista  fascinado por Fraga, que lo nombró Director de EFE a mediados de los sesenta para que de Agencia Nacional se convirtiera en Internacional y al que volvió a nombrar para el mismo cargo cuando, como ministro de Gobernación, regresó al Gobierno presidido por Carlos Arias.
Mendo había seguido como consejero de prensa a Fraga cuando lo nombraron embajador en Londres.
Otro amigo mío, el manchego Manuel Mora, había sido nombrado por  Mendo jefe de la redacción nacional y, entre los dos, manejaron el cese de Arias y la selección del nombre de su sucesor.
Como espectador muy cercano, fui de Internacional a Nacional a decirles que me iba a casa y los encontré excitados y enfrascados en su tarea. “Si además de las dos fuentes que  dicen que será Areilza nos la confirma otra más”—anunció Mendo—“ lo transmitimos”.
Estaban tan excitados que finalmente lo hicieron para al poco tiempo, cuando se anunció que Adolfo Suárez sería el Presidente del Gobierno, lamentar su precipitación.
Tan inesperado fue el nombramiento de otro ministro (el secretario general del Movimiento Adolfo Suárez)  para la Agencia de Noticias estatal como para el resto de los españoles.
Desconocido para la mayoría de los españoles desinteresados por la política, lo era también para los que la seguían por curiosidad o interés personal.
Los todavía fieles a las ideas e intereses del llamado Movimiento Nacional, soporte de ideas e intereses del franquismo, lo temían como poco ortodoxo y posible traidor al Movimiento y socialistas, comunistas y otras minorías sometidas por el franquismo, sospechaban que maquillaría superficialmente la apariencia de la Dictadura para mantener su esencia.
Entre tantos suspicaces de su valía, el intuitivo Adolfo Suárez supo encontrar el aliado que necesitaba, la prensa, y cómo servirse de ella: sobornando a los periodistas.
Lo consiguió y los periodistas se dejaron comprar por el único soborno que no pueden rechazar: una catarata interminable de noticias que, además, les parecía que eran exclusivas.
Conocí a Suárez en abril de 1977 en su viaje a México y Estados Unidos, los dos países en los que, hasta entonces, había sido corresponsal.
Presidente, ministros, asesores y periodistas viajábamos entonces mezclados en la cabina del mismo avión y, en la vertical de Badajoz el presidente, que había cambiado su camisa por un suéter negro de cuello vuelto, se acercó a donde los periodistas nos agrupábamos.
La duda que más discusiones políticas despertaba en aquellos momentos era si  Suárez se presentaría a las elecciones como candidato a la presidencia y si lo haría como independiente, como cabeza de democristianos, liberales, socialdemócratas o de otros partidos tradicionales a los que se adscribían los ministros de su gobierno o formaría un partido para que lo presentara como su candidato.
Creo que fue Pepe Colchero el que le hizo esa pregunta y Suárez reconoció que barajaba las dos posibilidades y que todavía no había decidido cuál de ellas escogería.
Aterrizamos en Cancún, encontré un teléfono y dicté un texto encabezado como URGENTE a la oficina de EFE en México para que lo hicieran llegar a Madrid y que, más o menos decía: “El Presidente Adolfo Suárez confirmó hoy que será candidato a la presidencia en las elecciones, aunque no aclaró si lo hará encabezando alguno de los partidos existentes o un partido que podría crear”.
Cuando llegamos a la capital mexicana me encontré en el aeropuerto a mi amigo Paco Osaba, al que había dejado en mi puesto de delegado cuando el año anterior regresé a Madrid.
“Llama cuanto antes a Ansón”—me dijo—“que me tiene hasta los cojones para que mandes un desmentido de la noticia que pasaste ayer”.
Buen cumplidor de las órdenes, redacté y envié una información en la que, no solo no desmentía la noticia, sino que la ampliaba con detalles complementarios.
Daba Suárez a continuación una conferencia de prensa en la que reveló que las cortes que se reunieran con los diputados electos en las elecciones tendría carácter constituyente.
Me acerqué al presidente al final y le supliqué en broma: “Por favor, presidente, no hagas más anuncios que, con el de ayer, me tienen frito en Madrid”.
Me puso la mano en el hombro y, con una sonrisa de complicidad, me consoló: “ya sé—me dijo—la que se ha liado pero tú no hagas caso. ¿No has oído lo que he dicho, pues transmítelo como lo has oído”.
En otro viaje con el Presidente, a la toma de4 posesión del ecuatoriano Roldós, Suarez, como primer ministro, era el de menos jerarquía protocolaria entre los jefes de Estado que se reunieron y que, sin embargo, lo buscaban para mantener entrevistas.
Una mañana bajé de mi habitación del hotel y me encontré en el hall a Adolfo Suárez fumando un cigarrillo mientras paseaba, comenzamos a hablar y le dije: “debes estar agobiado de tantos jefes de estado que quieren reunirse contigo”.
Se paró un momento, me miró a la cara, me agarró de un brazo y confesó: “estoy que me caigo pero, cómo disfruto”

Como esas dos, podría contar una docena más de anécdotas que explicaría la personalidad de Adolfo Suárez, que nos hacía pensar que era amistosa y especial la relación profesional que con él tuvimos.

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