Hay en España
más de diez mil ciudadanos que, por el cargo que desempeñan, tienen derecho a
que su posible conducta delictiva sólo
pueda ser enjuiciada por tribunales de superior rango al que los ciudadanos no
aforados tendrían que comparecer por acusaciones idénticas a las que respondan
los aforados.
Ese privilegio
es, indudablemente, un trato de favor excepcional en un Estado que proclama la
igualdad de sus ciudadanos ante la ley.
Pero. sobre
todo, es un anacronismo que pervive desde épocas en las que los Estados no
permitían la libertad de opinión e información, reconocidas ahora por todos los
Estados con gobiernos libremente electos.
El aforamiento
permitía que los Estados no democráticos no pudieran pedir cuenta ante
tribunales ordinarios a altos funcionarios desafectos, acusándolos de sedición,
traición o conspiración para derrocar al Estado.
Pero en la
actual España, en la que las conspiraciones se urden a la luz del día y se
detallan en periódicos radios y televisiones, perseguir sediciones, traiciones
y conspiraciones contra el Estado sería el cuento de nunca acabar.
Si no todos,
casi todos los pleitos en que se ven envueltos ahora los que tienen derecho a
que sean sus iguales (diputados), los que permitan que solo puedan comparecer
ante el Tribunal Supremo o el Tribunal Superior de su Autonomía, son
sospechosos de aprovecharse económicamente de sus cargos.
El
aforamiento, que nació como garantía de libertad política, ha degenerado en
garantía de apropiaciones indebidas de los Fondos Públicos.
El anacronismo
del sistema de aforamientos es que, en un Estado que protege las libertades de
información, opinión y reunión, no tiene ninguna justificación su pervivencia.
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