Cada individuo de la especie humana es único y
distinto a los demás. Cada hombre es diferente a los otros hombres y cada mujer
distinta a las otras mujeres.
Todo hombre es único y diferente
a los demás de su género y cada mujer es única y distinta a las otras mujeres
y, si todo varón es único y cada mujer es única, mujeres y hombres son
doblemente diferentes.
Mujeres y hombres son
diferentes de los demás individuos de su mismo sexo y de los del sexo contrario
y, aun en el caso improbable de que la similitud fisiológica de dos humanos
justificara confundir sus identidades, serían distintos porque cada uno tendría
sus propios recuerdos y respondería de forma diferente a estímulos idénticos.
Por eso, cada persona es única
y diferente de las demás y ninguna es igual a su semejante.
Si tan clara es la desigualdad
definitoria del ser humano, ¿qué propósito esconde regular las relaciones sociales
basándolas en la antinatural igualdad?
Cada hombre, por ser distinto
a los demás, es capaz también de desarrollar diferente intensidad de ingenio,
esfuerzo, audacia y suerte, que lo situará en la posición social equivalente al
fruto de esas virtudes.
Pero es natural en la
condición humana fijar como referente de la propia condición al que ocupa
posiciones más elevadas y atribuir esa preeminencia no a su mayor esfuerzo,
sino a sus procedimientos inmorales.
Fue ese el paso inicial de
la revolución que supuso el ascenso de
los ilustrados, la aristocracia del saber que, en el siglo XVIII, reemplazó en
el ejercicio del poder a la aristocracia heredada.
Proclamaron la igualdad como
derecho de todos los hombres y, como habría sido un atrevimiento ridículo negar
la diferencia natural de todos los seres humanos, condenaron la desigualdad
social como perversión resultante de la explotación de unos seres humanos por otros.
Esa provechosa
interpretación de la realidad social generó una primera consecuencia favorable
a sus formuladores: si todos los hombres somos iguales, a todos nos corresponden
los mismos derechos, entre ellos el de decidir en condiciones de igualdad.
Es mayor el número de los
humanos que se sienten perjudicados que los que asumen su capacidad de
perjudicar.
Por eso, los que establecieron
como verdad la mentira que es la igualdad y, como consecuencia, lograron que se
reconociera igualdad de decisión a sabios y necios ( “que no saben”, etimológicamente
del verbo latino nescire, negación de scire (saber), cultivan a los necios y
menosprecian a los que saben.
Consecuencias de esta cadena
de despropósitos: cualquier español tiene igual capacidad de decisión sobre el
fárrago burocrático de la Unión Europea ,
la conveniencia coyuntural de reducir o incrementar la emisión de títulos de deuda
pública, el exceso o escasez de empleo público y la mayor o menor conveniencia
de economía privada o pública.
Así llevamos desde 1978 y
nos admiramos de que la situación no sea buena. Lo milagroso es que no sea
peor.
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