Ësta que
terminará con la votación del 25 de Mayo será la campaña electoral que se
recuerde tanto por sus resultados como por la anécdota que pudo decidirla: la acusación
de machismo de la candidata de uno de los dos principales partidos al candidato
del partido contrario.
Si sólo es esa
la enseñanza, los votantes habrán perdido la oportunidad de descubrir que el actual
sistema de elegir gobernantes se basa en la eficacia de engañar a los gobernados.
El ruinoso
costo en tiempo y dinero de las campañas electorales lo justificaron sus
promotores como el método más eficaz para conocer al aspirante a gobernar.
La experiencia
demuestra lo contrario: el candidato que mejor esconde cómo es e interprete con
más acierto cómo les gustaría a los electores que fuera será el que gane.
Así será también
el 25 de Mayo y, si el Partido Popular
no consigue los resultados que esperaba, será en parte por la indiscreción de
su candidato (objetivamente, no cabe duda de la superior preparación académica
de Arias sobre Valenciano) después del debate entre ambos.
La disputa
Valenciano-Arias no ha sido la primera ni será la última que pruebe que el éxito
favorece al candidato que mejor esconde cómo
es e interpreta con más acierto cómo los votantes quisieran que fuera.
Personalmente,
lo descubrí en las primarias norteamericanas de 1972 para seleccionar al
candidato demócrata que se enfrentaría en Noviembre al presidente en ejercicio,
el republicano Richard Nixon.
En Febrero de
1972, Edmund Muskie parecía imparable para conseguir la designación. A su
principal rival, Eugene McGovern, se le daba prácticamente por desahuciado tras
su segura derrota en las primarias de New Hampshire.
Pero el “Manchester
Union-Leader”, periódico de clara inclinación republicana en un estado
mayoritariamente republicano, publicó informaciones en las que afirmaba que la
esposa de Muskie abusaba del alcohol.
Los que
presenciamos a un Muskie desmelenado, lloroso y atolondrado intentando rechazar
las acusaciones del periódico supimos que la carrera política de Muskie había
acabado (después fue secretario de Estado con Carter), por no haber sabido
disimular sus emociones ni ocultar sus sentimientos.
Por no haber
engañado, en definitiva, a los que quería que lo hubieran elegido.
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