Es periodista quien
nace con la acuciante curiosidad de conocer lo que ignora y la necesidad apremiante
de contar lo que conoce.
Como instintos
naturales, curiosidad y necesidad de difundir lo que se sabe son
impulsos innatos que ninguna escuela ni facultad de periodismo puede enseñar.
Es el periodismo un
oficio artesanal que, como la lezna el cerote o la horma de los antiguos
zapateros, usa la televisión, la radio, la imprenta o Internet para servir a
sus clientes, que pagan por saber lo que ignoran.
Como en los oficios
de carpintero, zapatero o herrero, en el de periodista hace falta un maestro
que enseñe los trucos para manejar adecuadamente sus herramientas y para que el
consumidor quede satisfecho con lo que ha pagado por lo que lea, escuche o vea.
El maestro que a mí
me enseñó a manejar con eficacia la lezna, el cerote y la horma del periodismo
fue Celso Collazo.
Sin lo que de Celso
aprendí hubiera sido un graduado en periodismo por la única institución académica que, por entonces, tenía
facultad para emitir el título de periodista, pero nunca habría sido
periodista.
Aprendí en la
corresponsalía de la Agencia EFE
en Nueva York-Naciones Unidas a la que me incorporé en Julio de 1968 y que
jefaturaba un Celso Collazo ya hipocondríaco, barrigón, blando con las espigas
y duro con las espuelas, siempre ácido de formas para encubrir su carácter íntimamente compasivo.
Aprendí de Celso,
que la semana pasada murió prematuramente a los 92 años de edad, que el lector
sigue con más pasión lo que le molesta y duele que lo que le agrada y
satisface. “El lector es masoquista”, me aleccionó una noche en nuestra oficina
de la calle 42.
En aquellos
tiempos, la escasez de espacio disponible para todos los datos que hicieran
comprensible el relato condicionaba la redacción de la noticia y de Celso aprendí
un lema que sigue y seguirá vigente: “el
muerto, en primera línea”.
Significaba que lo
más importante que se pretendía contar debía aparecer en el primer párrafo o
“lead” que, como el resto de los párrafos de la información, debería contener algún dato que tentara al
lector a desvelar en cada uno de los párrafos siguientes.
Aprendí del
maestro Collazo a no mezclar nunca datos
o frases que revelaran mi opinión sobre los hechos relatados y que pudieran
inducir al lector en su propia opinión sobre los hechos.
Cada hecho relatado
y no presenciado personalmente debía ser atribuido a una “fuente”
identificable, por lo que debería constar su nombre, apellido, edad, profesión,
situación familiar y residencia (truco que aprovechaban lo editores para
aumentar ventas entre los que, por alguna de esas circunstancian, tuvieran
relación con el aludido).
La opinión que se
incluyera para ilustrar el relato debería atribuirse, entrecomillada, al que la
emitiera, con todos los datos que permitieran su identificación y ayudaran a
los escépticos, a contrastarla.
Por lo que aprendí
de periodismo y por ayudarme a que abriera mi mente de cateto de Palma del Rio tenuemente
vidriada de catetismo madrileño, me declaro uno de los muchos periodistas más
jóvenes que Celso Collazo que lo reconocemos como maestro y proclamo el fracaso
más estruendoso de su larga vida: que lo recordemos con afecto, agradecimiento y, ya, con nostalgia.
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