En estos días
estivales de otoño, en los que la lluvia todavía no llega y el calor sigue
agostando los campos, se rumia la melancolía y deja el regusto de que el pasado
fue mejor que el presente y el presente mejor que el futuro.
Puede que esos
tenebrosos augurios se confirmen o que, como las mustias hojas que el más leve
soplo de aire otoñal arranca del árbol, se los lleve el viento.
El recuerdo
del esplendor veraniego ido y el augurio del sombrío invierno por llegar puede
que influya en que el otoño sea el momento de la añoranza del pasado y de la
prevención ante el futuro.
Parece en
otoño que si lo de antes fue mejor que lo de ahora y mucho mejor que lo que el
futuro depara es porque el mundo empeora a medida que el tiempo transcurre.
Pero la
percepción de una realidad exterior al ser humano es tan variada como personas
haya que la evalúen: la verdad, belleza
y bondad no son valores absolutos sino relativos y varían según el que los
perciba.
Así, a medida que
la edad, salud, bienestar, afectos y esperanzas del perceptor varíen, cambiará su
apreciación de lo que lo rodea.
Un niño se impacienta
por lo que tarda en llegar el mañana tanto como el anciano le teme a lo pronto que
llegará el día siguiente.
Y lo que
llamamos “mundo”, entendiéndolo por la relación del ser humano con su entorno y
no por las novedosas herramientas de que disponga, cambia tan lentamente que es
imposible apreciar el cambio.
Desde que tuvo
que andar sobre las piernas para poder atravesar un río hasta que invente un
sistema de elaborar y renovar oxígeno para un largo viaje interplanetario, el
ser humano tendrá que alimentarse para vivir, reproducirse para perpetuarse y
mandar para guiar y para que no le manden.
Todos los cambios
a esas tres funciones básicas son reversibles y circunstanciales.
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