Democracia es un
concepto abstracto al que el abuso de su empleo ha devaluado para asignarle un
significado concreto, el de una modalidad de gobierno.
Que el pueblo
mande, que es como se traduciría democracia, es tan absurdo como decidir que la
belleza sea el objetivo de la acción gubernamental.
Y es que convertir
un ideal utópico en sistema práctico es un ardid del que lo propone para
engañar al bobo que lo acepte.
En la práctica,
esa conspiración contra la humanidad que germinó hace más de tres siglos se
fundamenta en una falsedad tan evidente que nadie se atreve a rechazarla: que
todos los hombres somos iguales.
Aclamada esa falsa
verdad por los que se saben inferiores e hipócritamente aceptada por los que se
saben superiores, nació el concepto de democracia:
Si todos somos
obligados a obedecer al que manda, todos y cada uno somos capaces de mandar al
que obedece.
Al ser todos
iguales, la jerarquía que cada uno ocupa en la sociedad la establece la
diferencia de respaldos individuales que consiga un aspirante al mando sobre
los otros aspirantes.
Pasa así el que
más respaldo tenga a ser el mejor para gobernar.
Si en el
ejercicio del mando que otros le
confiaron no cumpliera lo que prometió, no será nunca porque quienes lo
eligieron se equivocaron sino porque
engañó a todos los que lo eligieron.
Esa utópica
igualdad de capacidades humanas que ha desembocado en la democracia como forma
de gobierno la originó la negación por parte de los racionalistas de otras
fuerzas que, además de la razón, determinan la conducta del hombre.
Desestimadas la
fe, la fantasía, el miedo, la fuerza y el instinto como factores que influyen
en el hombre, la sinrazón de la razón es la única excusa de sus errores.
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