Gracias al
mando a distancia, me dediqué un rato a comprobar la diversidad de ofertas—la
siguiente tan poco atractiva como la anterior—de las emisoras de televisión.
En el cuarto
canal me detuve unos minutos, captado por la voz de acentos rioplatenses de una
monja malencarada y con síntomas en su discurso de padecer un mal insufrible.
Caí en la
tentación de evocar aquella frase de San Pablo en su epístol a los Corintios:”Imitadme
a mí como yo imito a Cristo”.
¿A qué Cristo
imitaba la monja de la televisión?
Desde luego, no
al Cristo que perdonó a la prostituta recomendándole que no volviera a
prostituirse ni al Cristo que, agonizante en la cruz, pedía a Dios padre que perdonara a sus torturadores “porque no
saben lo que hacen”.
En su imitación
de Cristo, la monja de la televisión me recordó al que azotó y expulsó del
templo a los mercaderes.
Y es que el
Cristo compasivo y generoso fue el mismo Cristo que el justiciero e
intransigente con los pecadores.
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