Hay pasajes de los
Evangelios que parecen crónicas de la actualidad política: lean a San Lucas a partir
del capítulo 20 versículo 20 y se toparán con un Cristo que parece enfrascado en
campaña electoral, en la que sus adversarios le tienden trampas para pillarlo en
un renuncio.
Para poderlo acusar
ante el poder político romano o frente al poder social judío le preguntaron si
se deberían pagar impuestos.
Pidió una moneda
y, mostrándoles la imagen grabada en su cara, preguntó quien era. “el César”,
le respondieron.
“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios”. Sentenció.
Es la frase
atribuida a Cristo una declaración doctrinal que consagra la división de poderes
en la conducción de los pueblos y es oportuno recordarla ahora, cuando una
multitud educada en lo contrario está esparciéndose por Europa.
Con los refugiados
que llegan viene una civilización fundamentada en que todo el poder es de Dios
y en que debe aplicarse a los hombres siguiendo al pié de la letra lo que Dios
mandó, en las revelaciones que por boca del arcángel Gabriel el propio Dios
hizo a Mahoma.
El pasaje del
Evangelio en que San Lucas cuenta la anécdota en la que Cristo propone una división
básica entre el poder civil y el religioso es blasfemo para los musulmanes, porque
niega a Dios una parte de todo su poder.
Los que se
declaran demócratas basándose en que el poder reside en el pueblo y en que su ejercicio
lo comparten gobierno, parlamento y judicatura han sido, de entre los europeos,
los que más ardorosamente han pedido abrir las puertas de Europa a los
refugiados musulmanes.
¿Ignorancia o
fatalismo suicida?
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