Allá por las
navidades de 1968, una nevada me tuvo sin salir a la calle durante trs o cuatro
días. Dicen que nueve meses más tarde, el índice de nacimientos se disparó.
Era el año en
que la revolución sexual, ya en marcha, animaba al personal con carteles colocados en los postes de todas las farolas con un mensaje
pícaro: “Merry christmas and happy 69” .
Por aquél
tiempo, en más de una ocasión tuve que quitar la nieve acumulada sobre los
coches para verificar cuál era el mio.
Para un fulano
que hasta los 10 años no había conocido la nieve, hasta que una rara nevada le
permitió comprobar que el plumaje de los patos no era tan blanco como le había
parecido, la exótica fascinación de la nieve compensaba las molestias de las
nevadas.
Y ahora,
cuando he vuelto a donde no nieva, añoro la parsimoniosa solemnidad de los
copos al caer para alfombrar de blanco la tierra parda.
Es la nieve
como la tentación: acosa más al que ya ha disfrutado el placer de pecar que al
que nunca ha tenido ocasión de ser pecador.
Nos gustaría
tener lo que otros tienen y nunca hemos tenido, pero ansiamos recuperar lo que
tuvimos y ahora no tenemos.
Tenerlo todo
al mismo tiempo, saber todo lo que los demás saben, estar en todas partes de
forma simultánea, sentir el inmenso alivio del dolor desaparecido sin haberlo
sufrido previamente, ser dioses sin la responsabilidad de la divinidad.
El anhelo
utópico. El hombre.
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