A los que nos
aferramos a la libertad, como lo hace el náufrago a ese tablón semihundido del
barco que se ha ido a pique, nos acecha un tiburón insaciable: la campaña electoral.
Una campaña
electoral es, como nos ha enseñado la experiencia, un tiempo previo a las
elecciones en el que los candidatos nos inducen a que hagamos lo que no deseamos
hacer: votarlos.
Son quince días
de permanente presión moral en los que unos individuos que saben perfectamente
lo que a ellos les conviene, nos incitan a asumir que su interés es el nuestro.
Arteros tiburones
que nos prometen devorarnos con mayor benevolencia que sus competidores por el festín.
Es una campaña
electoral el más sutil atentado contra la libertad individual porque consiste
en que hagamos por propia voluntad lo que otros quieren, sin que se nos ponga
un cuchillo en el gañote para echar un papel por la ranura de una caja.
Convierten la
realidad de que a los inductores les conviene que votemos,, con la ficción de que
los beneficiados son los que les conceden su voto.
La electoral es,
como aquél que mandaba sin que lo votaran, y hasta en contra de los que los hubieran podido votar, una campaña orquestada para que las futuras trapisondas de los victimarios cuenten con la bendición de las víctimas.
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