Si hubieran
abusado menos del automóvil y, para ir de la Ceca a La Medca hubieran caminado
en lugar de trasladarse en avión o trenes de alta velocidad, lo que pasó en Europa, Asia y parte de Africa no habría
pasado.
¿Y qué pasó y
pudo evitarse que pasara?
Pues que,
entre los años 540 y 660 las temperaturas bajaron un promedio de cuatro grados
centígrados en verano.
Si los ecolojetas
de ahora ya hubieran ejercido su oficio
entonces, habrían excusado el fenómeno con el cuento de que un huevo no hace
un cesto.
Se hubieran
equivocado entonces como se equivocan los ecolojetas contemporáneos, los de
ahora, que no nos dejan tirar al campo las bolsas de plástico hechas con
materiales extraidos de la tierra a la que contaminan, dicen, en cuanto el
hombre los ha manipulado.
Como es
consustancial (qué bonito) al ecolojetismo equivocarse, se equivocan porque
desde el siglo XV hasta mediados del XIX se repitió lo que se conoce como “pequeña
edad de hielo” en la que las ininventadas bolsas de plástico, los ni soñados
automóviles y los inimaginables trenes de alta velocidad generaron la conocida
como “Pequeña edad del hielo”.
Hacía un frío
que pelaba y, concretamente en 1709, se congelaron las desembocaduras del Tajo
y del Ródano y, desde Manhattan, se podía trasladar la gente hasta Long Island
patinando sobre hielo.
Podrían los
ecolojetas ser como los niños que, en sus juegos, juegan inocentemente a
asustarse disfrazándose de brujas, tíos del saco y dragones escupefuego.
Pero no, no
es así, porque los ecolojetas, en su preocupación por el futuro de la
humanidad, han encontrado el pretexto idóneo para vivir del cuento, vivir espléndidamente.
Hasta el más
tonto hace relojes.
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