Ahora que recordar
el pasado es más grato que vivir el presente y mucho menos deprimente que
imaginar el futuro, me ha venido a la memoria uno de aquellos hombres de antes,
imposibles de encontrar en el presente y que ya se habrán extinguido en el
futuro.
Llegó para interesarse por un trabajo que mi
padre ofrecía para que arrancaran unos
cientos de eucaliptos para sembrar algodón en el terreno que ocupaban.
En aquellos tiempos
remotos en los que todavía nadie se había imaginado que alguna vez se solucionaría
la falta de trabajo con ayudas estatales al desempleo, el que quisiera ganarse un jornal para pagarse su propio vino y llevar a casa lo que le sobrara para
que su familia malcomiese, si no trabajara en lo que saliera, o moría de
hambre o pedía limosna.
Aquél hombre
aspirante a talaeucaliptos tenía maneras de cíclope, gestos de titán y ademanes
de tirano.
“Yo los arranco a
manotazos, como si fueran arveja”, respondió cuando se le preguntó si disponía
de herramientas para lo que se pretendía que hiciera.
A la insolente
pregunta de si tenía cuadrilla para que lo ayudaran fue tajante: “Al que quiera
quitarme mi trabajo le pego un manotazo y lo meto bajo tierra”.
Eran tiempos,
aclaremos al que se atreva a preguntar cuando fue eso, que lo que acabo de contar
tal como lo presencié, sucedió antes de la democracia.
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