Cuando un grupo
de ciudadanos se unen libremente para propagar las ideas que comparten sobre la
organización de la sociedad están fundando un partido político.
Todo partido
político, pues, pretende subvertir la estructura y los valores existentes en la
sociedad de la que, al constituirse, forman parte.
Saben los
organizadores de esa organización subversiva que solo es posible cambiar la
sociedad desde el poder que, en todas las comunidades, lo ejerce el gobierno,
brazo ejecutor del Estado.
Por lo tanto,
la aspiración de todo partido político es conseguir el poder gubernamental para
hacer evolucionar a la sociedad hacia el modelo de sociedad que el partido
pretende.
En las
sociedades en las que se accede al poder gubernamental a través de las elecciones,
el objetivo del nuevo partido es ganar las elecciones para alcanzar el poder
desde el que imponer a la sociedad el cambio que pretende.
Ese sería el
planteamiento ideal que un partido político ideal debería seguir para alcanzar
el fin que pretende: el cambio social.
Todo ciudadano
tiene derecho a propagar las ideas para que otros las compartan y, para que
entre todos los correligionarios asociados en el partido, impongan a todos los
ciudadanos, incluidos los discrepantes, el modelo social que prediquen.
Ese objetivo es
más fácil lograrlo desde un principio falaz: que como todos los ciudadanos son
iguales, la opinión de cada uno de ellos tiene el mismo valor saludable para la
totalidad de los individuos que integren la sociedad.
La derivada de
ese principio es inevitable: lo que la mayoría de la sociedad opine que es
bueno no puede ser malo y lo que la mitad más uno crea que es verdad no puede
ser falso para nadie.
Esos son los
principios que justifican y aconsejan la democracia como sistema de organización
de los pueblos.
Como, puestos
en práctica no dan el resultado esperado, la duda es inevitable: ¿es falso el
principio en que se fundamenta la democracia o los encargados de llevar a la
práctica esa teoría la pervierten al aplicarla?
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