En los añorados
tiempos de la esclavitud, ese sistema de relaciones laborales mucho más
beneficioso para los condenados a obedecer que el actual, a los amos les
convenía cuidar a su mano de obra, mientras que a los empresarios de ahora les
tienen sin cuidado sus trabajadores.
Si
un esclavo no rendía lo que su amo esperaba que rindiera, el patrón tenía dos
posibilidades para revertir la relación a lo que de ella esperaba: mimarlo o
azotarlo.
¿Y
ahora?
Solo
tienen que despedirlo y contratar a otro para que lo reemplace.
¿Podía,
o le convenía al dueño blanco de una explotación algodonera de Georgia despedir
al esclavo negro que le era menos rentable de lo que había esperado?
Podía,
pero se arruinaría porque el esclavo negro al que tendría que contratar para
que reemplazara al despedido le costaría el dineral que no tenía.
Un
esclavo negro, varón y en condiciones físicas y sanitarias para que pudiera
reemplazar al que no sirviera, le costarìa al plantador lo mismo que 400 acres de tierra adicional
de cultivo sin desmontar, unos 1.400 dólares.
El
acre, como la fanega, eran medidas de
superficie equivalentes a unos cuatro o cinco mil metros cuadrados, espacio que
podría cultivar un hombre sin ayuda externa.
Al
empresario español de ahora, echar a uno o a todos sus trabajadores le saldría
regalado y, si fuera amigo de Griñan o de Chaves, hasta le ganaría dinero.
Para
eso están las interminables listas de espera de solicitantes de empleo y, sobre
todo, los fondos ERE que son como el hilo gris, que lo mismo sirve para un roto
que para un descosido y no desentona con la tela a la que haya que echar el
remiendo.
Y
todo, gracias al imparable progreso social al que los sindicatos sirven de
motor.
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