Si en vez de una
sanguijuela social que como jubilado se alimenta del sudor de los que trabajan, tuviera que seguir sudando para allegar
las habichuelas a su puchero, uno se preguntaría: “¿es más importante ser o
parecer?”
Las madres,
desde la clarividente sabiduría de su experiencia, instaban a la hija que le
acababa de confesar que el dinero que aportaba a casa se lo daba un señorito
garboso y pinturero, que nadie supiera
nunca que sus amores eran, en realidad, una transacción comercial.
Y las hijas de
entonces, como el ministro Soria ahora,
seguian el prudente consejo hasta que un vecino trasnochador viera salir de
amanecida al señorito calavera por la ventana del dormitorio de la casta mocita.
Unos llamados
papeles de Panamá fueron el vecino trasnochador que descubrió el nombre de
Soria entre los que relacionaban a los que, lo que deberían haber estado
haciendo en la honesta y burguesa intimidad de su hogar, lo hacían en la
voluptuosa compañía de la hasta entonces casta señorita.
Solo meses
después de que el señorito Soria fuera sorprendido saltando a la calle desde el
dormitorio de su clandestina amante, los amigos de Soria han accedido a su petición
de que lo destinen a la abigarrada vecindad del Banco Mundial, donde es más
probable repetir sus ligerezas morales que en las recoletas calles de su
pueblo.
En menudo lio ha
metido el Soria del cuento a sus amigos.
Ha puesto a
prueba su amistad y, como el que tiene un amigo tiene un tesoro, sus amigos han
decidido mantener esa estrecha relación con Soria, aun a costa de que al
hacerlo susciten dudas sobre su propia honestidad.
Para eso, y
para más, están los amigos
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