¿Cómo puede
ser tan alocada una nación tan vieja como España que, por sus tres mil años de
historia debería ser más juiciosa que Salomón, el descuartizador de niños?
“Las cosas…”,
respondería ese andaluz cazurro que enmascara su ignorancia respondiendo en abstracto
a una pregunta concreta.
Porque los
españoles, por lo que se está comprobando, ansían tanto lo que desconocen que,
cuando por fin lo tienen, se sienten defraudados.
Es lo que está
ocurriendo con eso de la democracia por la que suspiraron los dos años que
tardaron en conseguirla y de la que, desde un
par de años después de haberla logrado, le encuentran más inconvenientes
que ventajas.
¿Será que
ningún sistema que requiera consenso colectivo es apto individualmente para los
españoles?
¿Y si el término
“españoles” es inadecuado para conjuntar a todos los que viven en el espacio
geográfico conocido por España?
A lo mejor,
España es una pesadilla como el sueño del Segismundo de Calderón: “¿Qué es
España? Una ilusión, una sombra, una ficción y el mayor bien es pequeño: que
toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”.
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