Eso de apostar
en la lotería de Navidad una parte del poco dinero que uno tiene con la
esperanza de que la suerte lo multiplique es una cosa muy antigua.
Tanto que, como todo lo antiguo que se hace sin más
justificación que mantener una tradición, es una tontería.
Por ejemplo
estrecharse la mano al saludarse, que empezó para que dos que se saludaban demostraran
que no llevaban un puñal con el que esperaban homicidarse.
La lotería de
Navidad, además, es una especie de cautela por si le toca a un conocido que
jugó, y la envidia natural te reconcome porque fuiste tan imbécil que ni
siquiera jugaste.
¿Quien puede
estar seguro de que no fué una suerte que la lotería no te tocara y que habría
sido una desgracia que el número que jugabas hubiera coincidido con el del
gordo?
Porque la
reacción lógica del supuesto afortunado habría sido intentar alguna triquiñuela
para eludir los impuestos que tanto por tocarte la lotería como por cometer el
error de trabajar por un salario justifica al gobierno para sacarte los cuartos.
¿Y, si como
reacción contra la rapacidad del gobierno echas mano de la picardía de intentar
engañarlo no pagando, y te descubre?
Te llaman
antisocial, sales en los periódicos, los conocidos hacen como si nunca te
hubieran conocido y pasas de pobre honrado a pobre sin honra y además
pregonado.
En definitiva:
que al que como a mí no le haya tocado la lotería de Navidad ha tenido más suerte que un quebrado, que en
los tiempos antiguos se libraba de la mili.
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