La Navidad es esa ruptura de la rutina diaria para escenificar
las costumbres que marcan la diferente identidad con otros pueblos, y las peculiaridades que
hacen distinta a una familia de otras.
La Nochebuena,
zambombas y pestiños, besos y vasos, también este año ha servido para definir
la pertenencia concreta a un grupo unido por lazos de la sangre.
Más que en ninguna
otra festividad, la Navidad es el pretexto para que los que pueden hacerlo se
reúnan y, juntos, compartan el recuerdo de los que ya no viven para hacer
sentir su presencia, y los de los ausentes que residan lejos.
Así, esa monstruosidad
pantagruélica que son las cenas de Nochebuena puede que destrocen los estómagos,
pero cauterizan las cicatrices de las almas.
No hay noche
tan buena como la de la Nochebuena porque no hay mejor compañía con la que
compartir la cena.
¿Qué ardores
no merece que sufra el estómago, si seis nietos (y el que venga), tres hijas y
sus maridos, la hermana, el marido de la hermana, sus cuatro hijos y sus
parejas y los diez nietos, comparten cordero, estruendo, voces y vino.
Qué pena que
una noche tan buena como la de anoche solo la vivamos una vez al año.
Y es que todas
las noches deberían ser Nochebuenas.
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