Cada año, en unas cuantas de
ocasiones, ocurre.
Coincide con el periodo
tradicional del comienzo o final de las vacaciones que la gente suele emplear para
irse ilusionada o volver cabreada al punto de su residencia habitual.
Para ir a donde pasaran sus vacaciones,
o volver al de sus residencias, los vacacionistas usan auto propio, autobuses,
trenes o aviones de las compañías que suelen forrarse con tanto ajetreo.
Con la misma asiduidad con que se
repiten las vacaciones lo hace la huelga que paraliza las actividades
de desembarque o vuelo y deja a los viajeros tan apelotonados en las salas de
espera como esperaban haberlo estado en las playas de su destino frustrado.
¿Por qué en cada ocasión de viajar para
vacacionar se quedan los frustrados vacacionistas anclados en los aeropuertos?
Porque alguno de los gremios que
hacen funcionar las actividades aeroportuarias decide declarar una huelga,
seguramente por quejas legítimamente reclamadas y no atendidas por la empresa.
Y en esta cosa que llaman
democracia, en la que los iguales y los opuestos pueden reclamar y deben
conseguir igualdad de derechos, ¿no hay medicina contra la huelga?
No la hay, pero debería haberse
legislado desde hace años algo parecido al lock-out que, traducido al español
supone que el empresario tiene derecho a suspender la actividad de su empresa y
despedir a sus empleados, si no se presentan al paso de lista para echar mano.
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