En la tertulia
que rutinariamente mantenemos algunos dioses después del desayuno, se ha
hablado esta mañana de lo de Puigdemont y el tribunal alemán que lo ha
condenado, pero no por lo que pedía la justicia española.
“Es que”---se
le hinchaban las venas de excitación a un diosecillo ibero de poca monta—“a lo
más que podrá condenársele es a doce años de cárcel”.
Y no caía de su
burro por más que se le explicara que, una vez bajo el control del sistema
penitenciario español, al preso Puigdemont podría pasarle cualquier cosa: enamorarse perdidamente de un narcotraficante
encarcelado y olvidarse de la política o
resbalar con una cáscara de plátano y desnucarse en la caída.
¿Y no habría
sido mejor que el tribunal alemán resolviera el problema que los españoles
tenemos con Puigdemont?
Pues, en
conflictos como el que el prófugo catalán ha empantanado a la democracia
española, lo mejor sería recuperar la feroz dictadura franquista el cuarto de
hora imprescindible para trincarlo, condenarlo y fusilarlo.
¿Y después?
Después de resuelto
el engorro catalán, los españoles podrían retornar a lo que tanto les gusta:
echarse acaloradas campañas electorales, depositar papeletas en urnas y hablar
tan mal del gobierno que este gobernando en ese momento como bien de la oposición
que se proponga sucederlo.
¿Y cuando haya
pasado de ser oposición a ejercer la responsabilidad de gobernar?
Pues mientras
esté mandando, leña al mono.
Porque, a ver
si nos enteramos, la democracia es un sistema de organización política que faculta
a los gobernados a poner a parir al gobierno, al que no le queda más remedio que agachar la
cabecita y admitir que lo blanco es negro.
1 comentario:
Que bueno!
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