Ahora que ya
despereza su sueño invernal el ronco celo de las perdices, se ha ido a los
cerros soñados de las dehesas apretadas de encinas, en las que el áspero
gruñido de los cochinos retumba de alcornoque a chaparro.
Se ha muerto
Sixto, gran señor de una finca serrana en la que cada año reunía a amigos que
competían en la narración de fábulas que les hubiera gustado vivir.
Era Sixto el alma
de su Dehesa de los Castriles, y las encinas, colinas, retamas, jaras, y
lentiscos le eran tan propios como el murmullo de los arroyos o el lúgubre
quejido del cárabo.
Se reunia Sixto
con su corte, que éramos sus amigos, con
el pretexto de cazar la perdiz con reclamo .
Nunca un pájaro
tan gallardo mientras está vivo puede albergar las picardías y tretas que los
cazadores les achacan para intentar burlarlos, ni hay animal de compañía al que
su dueño quisiera parecerse tanto.
En las largas
sobremesas al socaire del cárdeno reflejo de las llamas de la chimenea, Sixto
insistía en que se le narraran con detalle vivencias que le hubieran gustado
vivir y amonestaba diligentemente al narrador si su relato difería del que ya
antes le había escuchado.
Sixto ya está en
el cielo, y de eso no hay duda porque, si no fuera así, ni Dios sería justo ni
el Cielo sería Cielo.
Algún dia, si
Dios quisiera, me gustaría volver a encontrarme con Sixto pata volver a rememorar
cómo nos reimos de las bravuconadas de un menestral necio, aquella noche
en un bar de El Pedroso.
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