Desde mi bien
merecido descanso tras años de azarosa dedicación a la ruda tarea que me
permitió ganarme cada día el solomillo a la pimienta, me asombra que haya que
controlar las horas que la gente dedica a trabajar.
Antes de que me dedicara al oficio de periodista, al que hubiera pagado por ejercerlo,
tuve que trabajar en una profesión que, de tan jodida, no hay dinero para
pagarla.
Y es que hay
trabajos a los que se debería condenar solo a los culpables de los más nefandos de los delitos, y
el de la panadería en la época más vigorosa de la tiranía franquista era uno de
ellos.
Ahora me sobra
dinero gracias a mis negocios sucios con las cibermonedas, pero me faltan
tiempo y energía para gastarlo.
Y es que, diga
lo que diga el que lo diga, todos sabemos lo que de verdad significa pasarlo
bien y que, por lo general, requiere que uno tenga menos de cuarenta años.
Y los años,
como el vigor de la adolescencia y de la madurez temprana, se desvanecen y
funden en el vacío supraatmosférico.
--¿Diga?
--Que lo que se va no vuelve. Que las ganas y la capacidad para satisfacerlas desaparecen como la
honestidad de todo el que se meta en política.
--¿No hay
políticos buenos?
--¿Conoce a
algún demonio santo?
Espeso silencio que por la levedad de su
inconsistencia se eleva hasta fundirse con los más remotos espacios siderales.
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