Lo han hecho disfrazados
de oropeles, iluminados por focos y en medio de la algarabía de falsas promesas
bienintencionadas, que enmascaren sus turbios designios.
Se diría que más
que de una de aquellas siniestras tenidas masónicas con cuya evocación nos
asustaba el dictador, los diputados asisten a la sesión inaugural de la legislatura
imbuidos de la importancia de su cometido:
Obedecer las
instrucciones del que les ha dado el empleo para que vivan desahogadamente el
resto de sus vidas.
Porque, aunque
parezca mentira, un diputado a Cortes está
sometido a las mismas servidumbres y los mismos arrebatos que los sencillos
ciudadanos a los que representa en el Palacio de la Soberanía Nacional.
Así que, ¿qué les
espera a los envidiados representantes del pueblo que, por su condición, se tienen
bien ganada una espléndida vida sin desahogos ni problemas de trabajo y parné?
Pues lo que nos
espera a todos: mandar a los que nos obedezcan y obedecer a los que nos manden.
Y, el que no lo
haga, las va a pasar canutas.
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